viernes, 9 de mayo de 2014

¡¡¡Gran noticia!!!

Acabo de firmar un contrato con mi editorial Baile del Sol para la publicación de mi novela La barca voladora.

El año que viene verá la luz y llegará a las estanterías de las librerías. Un largo camino recorrido que empieza a dar sus frutos.

Lejos quedan los posts anteriores de este mismo blog. Ni siquiera he mirado la fecha del último, pero el blog es rescatado pues desde este momento revive su travesía una obra singular, la primera parte de una trilogía escrita con la madurez de un escritor que así se siente.

¡ZARPAMOS!

lunes, 11 de enero de 2010

Círculos concéntricos

Si la estructura de La Barca Voladora tuviese una forma geométrica, esa sería la de los círculos concéntricos. Un aro exterior estaría reservado para el protagonista, el gran viajero que emprende un itinerario que le llevará toda una vida y que acabará en el mismo lugar desde el que zarpó.
Los círculos interiores son para las distintas subtramas que espontáneamente han surgido y que del mismo modo eran cerradas en distintas partes del libro, que, recordamos tiene cuatro, El mar descubierto, Diversas formas de esclavitud, Se busca pastor de hombres y El silencio tras la batalla. Personajes que aparecen durante un instante o todo un tramo y que después permanecen dormidos para despertar y cerrar sus respectivas tramas, preguntas que quedan en el aire y tiempo después, casi sin aviso son resueltas, todo parece tener la necesidad de ser zanjado, como si nada pudiese quedar en el aire.
Y todo ello, como ya se ha señalado varias veces, sin un plan previo, todo improvisación, un asombro que hacía pensar en la magia del acto creativo en su más pura esencia.
Cuántas veces he pensado si el libro hubiese tenido el mismo resultado en caso de haberlo planificado todo antes de ponerme a escribir.

jueves, 7 de enero de 2010

El viaje

Pocas cosas fascinan más al ser humano que viajar. Fruto de ese don que la Naturaleza le otorgó llamado curiosidad, hombres y mujeres han recorrido el mundo, sus mundos, sin cesar, ya sea por itinerarios conocidos o no, con destinos previstos o ignorados, con el equipaje idóneo o sólo con lo puesto. Y se puede decir, sin miedo a equivocarse, que sin esa cualidad viajera, el ser humano no sería lo que es.
La Barca Voladora se nutre de ese afán viajero. De hecho, el viaje es su razón de ser. Si alguien me pregunta ¿de qué va La Barca Voladora?, la primera respuesta que despiden mis labios es: de un viaje. Su protagonista apenas es mostrado haciendo otra cosa que no sea viajar y cuando no lo hace, es porque se está preparando para su reanudación.
Es un viaje compuesto, a su vez, de múltiples viajes, sin otro motivo salvo el de... viajar.
Siendo muy joven emprende la partida sin rumbo fijo, sin un destino establecido. Disfruta así de la rotundidad del verbo viajar que, sin un punto final marcado, ya no es un "voy a..." sino un "voy", con lo que el acto se convierte en motivo.
Mientras tanto, el viajero madura, crece, cree conocerse a sí mismo mientras otros se cruzan en su vida, aportándole nuevos motivos para seguir viajando. Vive para viajar o, creo que resulta más correcto, viaja para vivir o, aún más profundamente, vive porque viaja. Sólo así este hombre ES (con mayúscula) y, cuando ya es demasiado viejo o está agotado para seguir adelante y mira hacia atrás, sólo ve una estela, sus huellas en los océanos que navegó, en las calles que pisó, en los desiertos que atravesó.
El lector viaja con él y sabe que cada parada en el camino es un mero acto de transición hacia la siguiente etapa.
El escritor les hizo viajar (tanto a protagonista como a lector) y viajó con ellos en una odisea siempre nueva con cada nuevo sol. La vida de su protagonista se le hace corta y tristemente no caben más viajes, como si no pudiera haber viajado bastante, como si no quedarán más senderos que recorrer.
Con cada itinerario surgen más dudas que certezas, más preguntas que respuestas, el perfecto combustible para no detenerse y seguir siempre adelante, "hacia donde señale la proa".
Ciertamente sí, el viaje fascina al ser humano. Viajar es vivir nos parece afirmar el patrón de La Barca Voladora. Y yo estoy totalmente de acuerdo con él.

jueves, 29 de octubre de 2009

Escritura y dibujo se complementan

De siempre me ha gustado dibujar, rellenar de dibujitos los márgenes de cuadernos y libros, las mesas de los pupitres cuando iba a la escuela, convertir en imagen real la imagen imaginada. Y la costumbre se mantiene. Raro es el cuaderno de borradores que no tiene alguna ilustración, modesta pero ilustración al fin y al cabo. Ayuda el que muchas veces escribo con lápiz y cuando se tiene uno entre los dedos, se acaba garabateando, aunque sólo sea mientras se busca una palabra o se trata de encajar una oración en un párrafo. Me ayuda a concentrarme en el texto.
La Barca Voladora no ha sido ajena a este gustoso hábito. No han sido muchos los dibujitos ni han llegado hasta el final. De hecho, según me absorvía la trama, dejaba de dibujar porque no podía para de escribir. La última parte no presenta dibujo alguno. Pero ahí están, como una pausa visual para descansar de las palabras y adormecerse en pequeñas imágenes que lo suyo aportan.
Es así que esta entrada apenas tiene texto. A cada uno lo suyo, como es justo que sea.



sábado, 24 de octubre de 2009

Todo en primera persona

Naturalmente, al tratarse de una especie de diario o, más bien, una crónica de cada uno de sus días, el protagonista es el narrador de la historia y ésto sólo puede hacerse en primera persona.
De todo lo narrado, pues, el viajero ha tenido conocimiento a través de sus órganos de los sentidos. Nos ha narrado sus pensamientos, sus experiencias y los pensamientos y experiencias que él supone que otros han tenido o han vivido.
Ello supone que todo el conocimiento que la obra nos muestra ha sido tamizado por la mente del protagonista, con las deformidades propias de un punto de vista tan exclusivo y excluyente, humano y débil, por tanto.
Así, el narrador protagonista tiene todo el control sobre lo narrado. Él decide qué cuenta y cómo lo cuenta. Será cosa del lector creer o no creer su versión de los hechos. Al mismo tiempo, al hacerlo así se expone al juicio moral sin paliativos por parte del lector, al que se expone sin tapujos, al fin y al cabo, lo que le da verosimilitud a lo por él manifestado, escribe todo con la intención de no entregárselo a nadie para su lectura.
Pero si para el personaje principal ello supone que él decide cuánto, cómo y cuándo muestra, también tiene su limitación narrativa y resulta ser una limitación importante. Todo aquello que ha sucedido y de lo que él no ha tenido conocimiento simplemente no lo sabe y, como él no lo sabe, el lector tampoco, pues no hay narrador alternativo que rellene las lagunas de información.
Es por ello que una parte fundamental de la trama queda en la oscuridad de la ignorancia. Me refiero a todo lo que tiene que ver con las peripecias personales del hijo del protagonista. De Kia-ro sabemos bien poco. Son escasas las veces que aparece en el texto y de éstas, sólo unas cuantas, mínimas, son presenciales.
El lector se queda con la duda (confío también que con el deseo) de saber qué es de Kia-ro. Si por lo que sabemos, la aventura del narrador no es nada comparada con la que parece haber vivido su hijo, la vida de éste debe haber sido fabulosa y se crea una expectativa intersante de cara a obtener un lector fiel. Esta ventana abierta a la incógnita da pie a una novela por sí sola y que ocupará el tercer lugar en la trilogía planteada por el autor.
La elección de la primera persona permite al lector acceder a lo narrado a través de sus propios sentidos, con lo que la identificación lector-personaje-narrador es total. Se comparte lo objetivo y lo subjetivo, lo que ocurre desde el punto de vista del personaje y cómo le afecta. Lector y protagonista se debaten con las mismas dudas y asumen las mismas certezas, de tal modo que la fusión entre ambos es plena y la intensidad emocional de los acontecimientos alcanza en ambos (así lo pretende el autor) altas cotas. El lector está inmerso en la trama tanto como el mismo protagonista. Es una distancia mínima que sólo se consigue utilizando la primera persona del singular.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

La novela me la dictaron

La sensación de que el texto que configuraba palabra a palabra la novela La Barca Voladora me era dictado por alguien ajeno a mí me llegó con el primer párrafo y no me abandonó hasta que escribí la palabra FIN.
Sólo tenía que situar el lápiz sobre las hojas en blanco y el texto fluía desde mi mente a la mano. No sentía que fuera mi mente el lugar de origen de las tribulaciones del protagonista.
Como ya he señalado anteriormente, la novela carecía de un esquema previo y no contaba ni con una escaleta para organizar sus contenidos, ni de sinopsis ni nada parecido. Nada estaba planeado. Partí de un párrafo que me gustó por su espontaneidad y sí quería acabar con una idea que podría cerrar la intención de la obra, a saber, un relato de viajes donde lo único conocido fueran el puerto de partida y el puerto de llegada. Todo lo que cabía entre ambos puertos debía ser improvisado, de ahí que la sensación de ser yo un mero trasnmisor de las aventuras narradas me pareciera tan asombrosa e intrigante.
Entiendo, después de reflexionar sobre ello, que el discurso que mi mente entendía ser al dictado no era sino una actitud creativa libre, suelta, galopante, concentrada, excéntrica, autoritaria y caprichosa. Yo, encantado, claro está. Cualquier escritor sabe lo que es quedarse bloqueado ante la página en blanco. Pues bien, en el otro extremo estaba lo que a mí me sucedió con La Barca Voladora, el frenesí de la escritura. Salvo que elementos distractores ajenos a mí, como la llamada de las obligaciones laborales o familiares, me impidieran escribir, yo escribía. Sin cesar.
Y si asombrosa me resultaba la sensación del dictado, aún más lo era comprobar, no ya como la trama general cobraba sentido, coherencia, verosimilitud y credibilidad, sino que las subtramas entre personajes principales o entre principales y secundarios o entre secundarios se iban cerrado con una corrección pasmosa, hasta el punto de que hubo alguna ocasión en que me parecía imposible que tales hechos pudieran estar pasándome. Me emocionaba ante tan mágicos efectos y era presa de extraños escalofríos de satisfacción y placer intelectual.
Del mismo modo que el texto fluía sin obstáculo alguno, cada uno de los episodios se cerraba dejando siempre una ventana abierta, por lo que retomar la situación anterior resultaba fácil, suave, sin chirríos ni forzamientos y el siguiente episodio avanzaba sin problemas. Nuevamente, todo parecía indicar que la novela ya existía en algún lugar más allá de mi comprensión física y que, por algún método que desconozco, me era dictada episodio a episodio, guardándose mucho fuese quien fuese el dictador de mostrarme más que aquello que debía ser escrito en cada momento.
Es fácil imaginar el deleite que este tipo de acto creativo otorgaba a mi corazón de escritor. Creación pura y libre. Todo un gozo para quien, como yo, siente tanta pasión por dibujar letras una tras otra hasta que todas unidas nos permiten vivir la aventura de leer.

sábado, 5 de septiembre de 2009

No se mencionan lugares

En esta novela, diríamos de viajes, apenas se mencionan los nombres de los lugares por donde transcurre la acción. Si acaso, podremos leer "un puerto andaluz", "tierras irlandesas", "Cabo de Hornos", "Waterloo", "el Caribe". Tampoco tendría tanta importancia la ausencia de menciones si no fuera porque este texto de aventuras y filosofía vitalista discurre en un continuo viaje a través del océano Atlántico, con incursión incluida en el Pacífico.
Los personajes no permanecen mucho tiempo en cada lugar, por lo que podría decirse que es un relato de viajes, pero sin mencionar las ubicaciones reales. En realidad, creo que intentaba conseguir plena libertad deambulatoria al protagonista. Procuré respetar la correcta y realista duración de los itinerarios recorridos, ya fuera navegando, a pie o en carruaje, eso sí.
Sin embargo, aunque no se mencionan los nombres de los lugares, tampoco éstos son inventados. Como si fuera una especie de juego, una sugerencia al lector para que decida, según su experiencia, conocimientos y buen criterio, dónde le parece mejor que la acción se desarrolle. Si yo escribí la obra con libertad, con libertad me gustaría que fuese leída.
Así, nos encontramos inabarcables océanos, recónditas islas con tesoros escondidos, puertos infames de piratas, desiertos implacables, campos de batalla desolados, cuevas con secretos...
Nuestro viajero nunca está quieto, como una enfermedad cuyo síntoma es la ausencia de inmovilidad, pero tampoco es tan importante nombrar dónde está. Lo que cuenta, de ese modo, es lo que allá donde se encuentra sucede. Elimino, así, prejuicios nacionales, simpatías geográficas o sus correspondientes odios.
El escenario es el mundo entero, o puede serlo, porque puede ser cualquier sitio.
Si no hay fronteras, no hay aranceles y, con su ausencia, se es libre de caminar o navegar. Casi podría decir que son las estrellas las que indican a los personajes dónde están, más que las banderas, los idiomas o los carteles.
Trato de cumplir así con la condición ineludible y deseable de esta novela, esto es, la escritura libre, de la que tanto he hablado ya (y lo que queda).